En un local de libros usados conocí a Gonzalo Rojas. No personalmente, pero sí una pequeña parte de él gracias a su primer libro La Miseria del Hombre (1948), una de las 40 obras maestras publicadas por el poeta. Gonzalo, bohemio y apasionado, amante de la mujer universal, y de la escritura refinada; fue capaz de sobrellevar los monstruosos desafíos impuestos por los versos de Neruda, Huidobro y Mistral, e imponer su propia humanidad y creación ante tales autores. Integrante de la famosa “Generación de 1938”, tuvo la suerte de compartir páginas con Volodia Teitelboim, Teófilo Cid, y otros más.
Ganador del Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana 1992, el Premio Nacional de Literatura de Chile 1992 y el Premio Cervantes 2003, a temprana edad el poeta fue capaz de darse cuenta de la magia del lenguaje. Su hermano, en un día fuertemente golpeado por la tempestad del clima, le reveló que las descargas brutales de la tormenta se llamaban “re-lám-pa-gos”. Tales sílabas fueron suficientes para crear una perfecta sincronía con su persona, lo que terminó generando un mover literato que se terminó por apagar en este maldito mes de abril, que va llegando a su fin poco a poco llevándose de consigo al poeta entre sus brazos para no mostrarlo jamás.
Amante de la buena literatura, específicamente de los españoles del siglo XVI y XVII, fue capaz de regocijarse frente a estos, pero también ante los clásicos como el francés Baudelaire. Y en su forma más humana posible, fue un seguidor de los puteríos de la época, donde el hedor a tabaco y alcohol eran eternamente profundos y penetrantes, en perfecta sincronía con el ambiente romántico de esos tiempos, donde no se veían las enfermedades ni los riesgos que el sexo actual entrega como condena. El puterío era un lugar sagrado, la meca de muchos. Por lo tanto, éste fue un campo importante que terminó ayudando a Gonzalo a descubrir la belleza de las letras y de las mujeres. El poeta fue un apasionado por las féminas. Feas o bonitas. Chilenas o extranjeras. Del puerto, de la pampa o del campo. Gonzalo Rojas las amó a todas. Las anheló a cada una, y descubrió en ellas la verdadera eternidad de la vida.
Pero hoy, desde este puerto de Valparaíso en el que me encuentro, en este gran cerro donde siento el viento soplar hacia el norte, y trayendo consigo una niebla como las que alguna vez relató el tenebroso Edgar Allan Poe, veo partir al Ciudadano Ilustre de esta ciudad. Hoy también he leído que el país se ha quedado huérfano de poetas. No creo que sea así. La muerte de Gonzalo, como la de otros poetas nacionales ilustres, representa el fallecimiento de grandes versos, de gigantescas galaxias maduras que estallaron sin ningún tipo de aviso. Pero aún quedan estrellas diminutas pero brillantes, poetas a destacar como Juan Pablo Pereira o el poeta local Juan José Podestá, y muchos, muchos más. No todo está perdido. Unos se van y otros se quedan. Poetas viven y mueren todos los días. Pero la poesía sigue su camino. Y Gonzalo sobrevuela desde ayer los pasajes y los cerros de éste y de todos los demás puertos.
Siempre el adiós
Tú llorarás a mares
tres negros días, ya pulverizada
por mi recuerdo, por mis ojos fijos
que te verán llorar detrás de las cortinas de tu alcoba,
sin inmutarse, como dos espinas,
porque la espina es la flor de la nada.
Y me estarás llorando sin saber por qué lloras,
sin saber quién se ha ido:
si eres tú, si soy yo, si el abismo es un beso.
Todo será de golpe
como tu llanto encima de mi cara vacía.
Correrás por las calles. Me mirarás sin verme
en la espalda de todos los varones que marchan al trabajo.
Entrarás en los cines para oírme en la sombra del murmullo. Abrirás
la mampara estridente: allí estarán las mesas esperando mi risa
tan ronca como el vaso de cerveza, servido y desolado.
De Contra la muerte, 1964.
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