Para Claudio Olivos.
«No voy a dejar dinero ni propiedades», me dijo el hombre. Era moreno, alto y robusto, de brazos anchos y piernas largas. Dejaré libros como una herencia familiar, agregó. Yo lo veía caminar siempre cabizbajo por las afueras de su departamento en calle Lira. Sabía de antemano que eran sus últimos años de vida, y suponía también que su existencia había sido brutal: viajes planeados que terminaron en virajes enloquecidos, puestos de trabajos privilegiados que terminaron en nada. Lo que tuvo este hombre fueron experiencias únicas: dinero por montón, mujeres al por mayor y manipulación. Todo lo que un hombre o una mujer desea, él lo tuvo. Pero ahora no tiene nada. Sólo le queda su departamento, con un pequeño balcón que usa para sus plantas y para colgar libros. Extraña costumbre de aquellos que tanto respetan a los libros, que no se atreven a botarlos o a guardarlos en una caja de cartón.
Se llamaba Ernesto Mayor de 68 años. El otro día mientras yo prendía un cigarrillo, me dijo que la muerte venía a su encuentro, que la sentía siempre por las noches y que tenía forma de mujer. Sus pasos débiles, me dijo, me tientan a dejar la vida e ir hacia ella. El viejo fue poeta, un escritor mediano en su tiempo cuando la literatura la cambiaron por la autoayuda. Eso fue terrible, un cambio que terminó por matarnos a todos, me comentó el otro día. Por las noches lo veía desde mi departamento, sentado en su balcón hablando con las plantas e ignorando los libros colgados que tanto aborrecía. De vez en cuando fumaba desde ese lugar, siempre cabizbajo como dije, siempre literario y humano.
Estuvo viviendo en España en donde se enamoró de una mujer vasca. Esos tipos son de otro país, aunque si comentara esto en Madrid me fusilarían, me escribió una vez. Su compañera tenía dinero, era abogada y venía de una familia acomodada. Ernesto quería publicar, y por lo tanto su mujer las hacía de editora. Leían juntos por las tardes, y por las noches ambos hacían el amor. Por motivos que desconozco regresó a Chile, pero siempre tuvo la intención de volver. Pero aquí se quedó, solo y desamparado, soportando el peso de su fracaso, sin haber publicado ni una sola página.
El 31 de octubre murió Ernesto. El viejo se fue en el sueño. La policía no dejó entrar a nadie al edificio. El informe del forense confirma que murió por culpa de un ataque al corazón, a las 3:40 de la madrugada. Entre sus manos sujetaba con fuerza una fotografía, en donde una mujer posaba en medio de una calle con la bandera vasca, y su cabello que jugueteaba por encima de su sonrisa anónima.