Pilar Sordo entre Michel Houllebecq, Roberto Bolaño junto a Osho, y Arthur Rimbaud a pocos metros de una distribuidora de literatura cristiana. La Feria Internacional del Libro de Santiago (Filsa) surgió en medio de esta jungla como la fiesta más grande para los lectores nacionales, a esa estirpe últimamente fiel a la autoayuda, al tarot y a la suerte oriental. Pero por sobre todo gusto, las letras tuvieron una larga juerga desde el 25 de octubre hasta el 11 de noviembre, bajo una serie de incesantes actividades y con Ecuador como país invitado.
Bastaba entrar a la Estación Mapocho para saber con lo que uno se iba a enfrentar: imponente se levantaba el local Fernández de Castro, distribuidor oficial de Anagrama, probablemente una de las editoriales más importantes del español. Entre sus autores mi corazón latía suavemente: Allen Ginsberg, Ricardo Piglia, Charles Bukowski, Paul Auster, Jack Keourac; por nombrar unos pocos. En una fila superior, Roberto Bolaño relucía la inapelable 2666, quien junto a sus 1126 páginas atraía la mirada y la obsesión de las nuevas y las viejas camadas. Gasté mis primeros pesos en Alejandro Zambra y Houllebecq, y retrocedí con la sensación de haber visto lo que en sueños se me había adelantado.
Caminé entre la filosofía de Michel Foucalt y Heidegger, y lejos de las grandes editoriales nacían las independientes. Me encontré con Camilo Brodsky, cabeza de Daskapital Ediciones. Me presenté y charlamos algunos momentos. Le conté que era de provincia, y que estaba buscando algo que él tenía en sus manos: Blábluc, un poemario de Juan Pablo Pereira. Me lo dejó a 4 lucas, mientras yo recibía una llamada desde Venezuela de una empresa telefónica. Luego entré a una sala apartada y el mexicano Juan Villoro hablaba sobre su padre, del terremoto del 2010, los plagios del peruano Echenique y la corrupción de su país. Me quedé en ese lugar una hora, y luego todos aplaudieron como si hubieran visto bajar de las nubes al Mesías. La sala quedó vacía y comencé a leer a José Donoso. De golpe entró Pilar Sordo, y yo me levanté de mi asiento como si reconociera a una profesora de la enseñanza media. Tomé mis cosas y salí por una puerta trasera en medio del murmullo de una decena de personas fascinadas por su autora y su firma. Yo me voy de aquí, me dije entre risas.
En medio de tanto jolgorio la polémica pasó inadvertida: 114 obras del Consejo del Libro, que irán a parar a las bibliotecas públicas. Lo peor de esto, es que de literatura hay poco y nada. Resaltan algunas obras de Óscar Hahn y Claudio Bertoni, pero la lista en su mayoría tiende a libros vacíos, como si fueran páginas blancas, placeres imaginarios que denotan un éxtasis no comparable con la literatura. ¿Tendrán algo que celebrar los que no pueden venir aquí, que en resumen es la gran mayoría?
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