Por: Juan Manuel Vial
Al igual que casi todos los chilenos de mi edad, crecí viendo «El Chavo del Ocho». Y, aunque jamás jugué con mis amiguitos a la vecindad (como sí lo hacen por estos días algunos grandulones, peludos y hediondos animadores televisivos locales, cada vez que viene a nuestro país un representante del elenco original), admito que un comediante de ese espacio marcó mi existencia: Ramón Valdez, Don Ramón, quien me enseñó que trabajar es una verdadera maldición. Y eso que él no siempre huyó del laburo como de la peste, pues se jactaba de haber desempeñado, en una época lejana, oficios tan variados como pintor de brocha gorda, desplumador de pollos, hacedor de churros, representante artístico de jugadores de yo-yo, vendedor de aguas frescas, globero, repartidor de leña y comerciante de chiches patrióticos, ocupaciones que también le dieron tiempo para practicar, de forma seria, deportes como el boxeo, el fútbol, el toreo y el béisbol.
Quizás la mayor gracia del gran Ramón Valdez fue haberse interpretado a sí mismo en la pantalla, ya que, de no haber sido así, le hubiera sido imposible transmitir con tanta gracia, a niños y adultos, el único mensaje que le interesaba inculcar: que la mejor manera de hacerse inmune a los embates de este mundo miserable es armarse -hasta los dientes- con una férrea ética del fracaso. He encontrado en internet unas declaraciones de Rubén Aguirre -el Profesor Jirafales- que van por el mismo camino: a Ramón Valdez costaba mucho hacerlo trabajar. De partida, casi siempre llegaba atrasado a las grabaciones de los programas. Entonces Roberto Gómez Bolaños, Chespirito, le decía «sé tú mismo» y todo comenzaba a correr fluidamente.
A diferencia del filósofo y ermitaño estadounidense Henry David Thoreau, Don Ramón no necesitó recluirse en un bosque para comprobar que el hombre apenas necesita trabajar para subsistir: su verdadera ocupación consistía en escabullirse del señor Barriga, quien lo perseguía para que le pagara, de una vez, los catorce meses de renta que le adeudaba.
Como todos sabemos, Don Ramón cargaba con una enorme cruz: esa mocosa gritona, cahuinera y catete que era la Chilindrina. Pero él fue un padre intachable y a la niña azote jamás le faltó comida que echarse al buche, ni tampoco cariño ni comprensión. Por ella y por su afición al ocio, Don Ramón enfrentaba todas las injusticias del destino -bofetadas, intrigas, asaltos amorosos de la Bruja del 71- con un estoicismo remarcable, y, cuando la cosa se ponía realmente fea, se escurría arguyendo «con permisito, dijo Monchito», portentosa e iluminada frase, propia de un hombre que sabe que los enfrentamientos o las discusiones entre personas no sirven de nada. Una vez refugiado tras una puerta de plumavit, y mientras esperaba salir nuevamente a escena, encendía dos o cinco o nueve cigarrillos, y se juraba a sí mismo que algún día abandonaría el tabaco. Pero ese día no llegó nunca: Ramón Valdez, Don Ramón, murió de cáncer al pulmón en 1988. En realidad, no podía haber sido de otra manera: dejar de fumar es un trabajo gigantesco y agotador.
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